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lunes, 6 de diciembre de 2010

Anhelo Escalante

Secretos de Convento

Una tarde de sábado, después de mis actividades extraescolares, regresé al dormitorio para cambiarme de ropa. Percibí un chismorreo en el pasillo y fisgoneando vi a unas seis muchachas de espaldas rectas, pechos orgullosos brotando de sus corpiños y piernas rasuradas estirándose carnosas por debajo de sus faldas, que se peinaban el cabello las unas a las otras. Eloísa, mi mejor amiga, estaba allí entre ellas como el juguete nuevo: le habían pintado las uñas, los labios y le hicieron trenzas el cabello. Al unísono reían aleteando sus pestañas y hablaban de tallas. Mi amiga parecía estarla pasando bien, y yo, detrás del muro, me agarraba fuerte el corazón para que no se me cayera a pedacitos. No despegué la mirada del piso, no tengo recuerdo más vivo que el de aquella pesadez imposible de mi cabeza, sencillamente no podía levantarla. Me encerré en el cuarto de regaderas y me paré bajo la sombra del agua tibia. Allí estaba yo, a los doce años, adentro de un cuerpo chistoso. No era una señorita, apenas tenía sentido que usara un sostén; pero tenía algo aquí abajo que parecía tener vida propia: un pellizco de carne rosada. Todas las demás, pensaba, podían pavonearse de estar hinchadas, pero yo tenía algo entre las piernas más interesante de qué platicar, debajo de mis pantaletas queriendo asomarse y que yo, con mis dedos, empujaba para meter a su cueva a dormir. Cuando no conseguía empujarlo suficiente para esconderlo dentro de mis labios menores, lo presionaba despacito para asegurarme no lastimar su rareza. Me había dado cuenta en la regadera que, al empujar mi bolita, sentía el corazón latir más rápido y el estómago me daba un vuelco; una ola calurosa me envolvía de la cintura para abajo y mientras más apretaba las piernas más me olvidaba del mundo. En el segundero del presente, me escapé al ritmo de mis ahogados quejidos en esa regadera, a partir de esa tarde, todos los demás días de mi estancia en el convento.

Por Anhelo Escalante.

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